Fragmento de La perra, Pilar Quintana
Ubicación: Algún pequeño asentamiento a orillas del Mar Pacífico, seguramente cerca de Buenaventura.
Mar, humedad, lluvia, un poco de frío y de soledad en la noche, hierbas, un acantilado selvático, una pequeña embarcación de madera (un potrillo) que hay que bajar al hombro y que sobre sus hombros carga a su dueña para cruzar una calle de agua. Esos son algunos elementos que hacen parte del paisaje costeño (sureño, del Pacífico) en que va a intentar sobrevivir una perrita huérfana a la que le han envenenado a la madre. Esperamos que esas presencias salinas y dulces, solo cercanas al olvido estatal, antojen a nuestros lectores de leer la novela completa.
***
Cuando la marea estaba baja, la playa se volvía inmensa, un descampado de arena negra que más parecía barro. Cuando estaba alta, el agua la tapaba toda y las olas traían palos, ramas, semillas y hojas muertas de la selva y los revolvían con la basura de la gente. Damaris venía de visitar a su tía en el otro pueblo, que quedaba arriba, en tierra firme, pasando el aeropuerto militar, y era más moderno, con hoteles y restaurantes de concreto. Había parado en la casa de doña Elodia por curiosidad, al verla con los perritos, y ahora iba para su casa en la punta opuesta de la playa. Como no tenía dónde meter a la perra, se la puso contra el pecho. Le cabía en las manos, olía a leche y le hacía sentir unas ganas muy grandes de abrazarla fuerte y llorar.
El pueblo de Damaris era una calle larga de arena apretada con casas a lado y lado. Todas las casas estaban destartaladas y se elevaban del suelo sobre estacas de madera, con paredes de tabla y techos negros de moho. Damaris tenía un poco de temor de la reacción de Rogelio cuando viera a la perra. A él no le gustaban los perros, y si los criaba era solamente para que ladraran y cuidaran la propiedad. Ahora tenía tres: Danger, Mosco y Olivo.
Danger, el mayor, era parecido a los labradores que usaban los militares para olfatear las lanchas y los equipajes de los turistas, pero tenía la cabeza grande y cuadrada como las de los pitbulls que había en el Hotel Pacífico Real del otro pueblo. Era hijo de una perra del finado Josué, a quien sí le habían gustado los perros. Él los tenía para que ladraran, pero también les daba cariño y los entrenaba para que lo acompañaran a cazar.
Rogelio contaba que un día que estaba visitando al finado Josué, un cachorro que todavía no cumplía dos meses se alejó de la camada para ladrarle. Él pensó que ese era el perro que necesitaba. El finado Josué se lo regaló y Rogelio lo llamó Danger, que significa peligro. Danger creció para convertirse en lo que prometía, un perro celoso y bravo. Cuando hablaba de él, Rogelio parecía sentir respeto y admiración, pero en el trato no hacía más que espantarlo, gritarle “¡Fuchi!” y levantarle la mano para que recordara todas las veces que le había pegado.
Se notaba que Mosco había tenido mala vida de cachorro. Era pequeño, flaco y tembloroso. Un día apareció en la propiedad y, como Danger lo aceptó, se quedó a vivir. Venía con una herida en la cola, que a los pocos días se le infectó. Para cuando Damaris y Rogelio se dieron cuenta, la herida se le había llenado de gusanos y a Damaris le pareció ver que de ella salía volando una mosca ya completamente formada.
—¡¿Viste?! —dijo.
Rogelio no había visto nada, y cuando Damaris se lo explicó se rio a carcajadas y dijo que por fin le habían encontrado el nombre a ese animal.
—Ahora quedate quieto, Mosco hijueputa —ordenó.
Lo agarró por la punta de la cola, alzó su machete y, antes de que Damaris pudiera entender lo que haría, se la cortó de tajo. Aullando, Mosco salió a correr y Damaris miró a Rogelio horrorizada. Él, con la cola plagada de gusanos todavía en la mano, alzó los hombros y dijo que solo lo había hecho para detener la infección, pero ella siempre creyó que lo había disfrutado.
El más joven, Olivo, era hijo de Danger y la perra de las vecinas, una labradora chocolate que ellas decían que era pura. Se parecía a su papá, aunque tenía el pelo más largo y rucio. Olivo era el más arisco de los tres. Ninguno se acercaba a Rogelio y todos desconfiaban de la gente, pero Olivo no se acercaba a nadie y desconfiaba tanto que no comía si había personas a la vista. Damaris sabía que era porque Rogelio aprovechaba cuando estaban comiendo para llegar hasta ellos sin que se dieran cuenta y agarrarlos a latigazos con una guadua delgada que tenía solo para eso. Lo hacía cuando habían hecho algún daño o porque sí, por el placer que le daba pegarles. Además Olivo era traicionero: mordía sin ladrar y por detrás.
Damaris se dijo que con la perra todo sería diferente. Era suya y ella no permitiría que Rogelio le hiciera ninguna de esas cosas, no dejaría ni que la mirara mal. Había llegado a la tienda de don Jaime y se la mostró.
—Qué cosita tan pequeña —dijo él.
La tienda de don Jaime solo tenía un mostrador y una pared, pero estaba tan bien surtida que en ella se conseguían desde alimentos hasta clavos y tornillos. Don Jaime era del interior del país, había llegado sin nada en los tiempos en que estaban construyendo la base naval y se juntó con una negra del pueblo más pobre que él. Alguna gente decía que había progresado gracias a que hacía brujería, pero Damaris pensaba que era por ser un hombre bueno y trabajador.
Ese día él le fio las verduras de la semana, un pan para el desayuno del día siguiente, una bolsa de leche en polvo y una jeringa para alimentar a la perra. Además, le regaló una caja de cartón.
Rogelio era un negro grande y musculoso, con cara de estar enojado todo el tiempo. Cuando Damaris llegó con la perra, él estaba afuera limpiando el motor de la guadañadora. Ni siquiera la saludó.
—¿Otro perro? —dijo—. Ni creás que me voy a encargar de él.
—Acaso quién te está pidiendo algo —respondió ella y siguió derecho hacia la cabaña.
La jeringa no funcionó. Damaris tenía un brazo poderoso pero torpe y los dedos tan gordos como el resto de su persona. Cada vez que empujaba, el émbolo se le iba hasta el fondo y el chorro de leche salía disparado del hocico de la perra y se derramaba por todas partes. Como la perra no sabía lamer, no podía darle la leche en un tazón, y los teteros que vendían en el pueblo eran para bebés humanos, demasiado grandes. Don Jaime le recomendó que usara un gotero y ella lo intentó, pero comiendo gota a gota la perra no se llenaría la barriga nunca. Entonces a Damaris se le ocurrió remojar un pan con la leche y dejar que la perra lo chupara. Esa fue la solución: se lo devoró entero.
La cabaña donde vivían no quedaba en la playa sino en un acantilado selvático donde la gente blanca de la ciudad tenía casas de recreo grandes y bonitas con jardines, andenes empedrados y piscinas. Para llegar al pueblo se bajaba por unas escaleras largas y empinadas que, como llovía tanto, debían restregar a menudo para quitarles la lama y que no se pusieran resbalosas. Luego había que atravesar la caleta, un brazo del mar ancho y torrentoso como un río, que se llenaba y vaciaba con la marea.
En esos días la marea estaba alta de mañana, así que para comprar el pan de la perra Damaris tenía que levantarse a primera hora, cargar el canalete desde la cabaña, bajar las escaleras con él al hombro, empujar el potrillo desde el embarcadero, meterlo al agua, canaletear hasta el otro lado, amarrar el potrillo a una palma, llevar el canalete al hombro hasta la casa de alguno de los pescadores que vivían junto a la caleta, pedirle al pescador, su mujer o los niños que se lo cuidaran, oírle las quejas y los cuentos al vecino y atravesar medio pueblo caminando hasta la tienda de don Jaime… Y lo mismo de vuelta. Todos los días, aun bajo la lluvia.
Durante el día Damaris llevaba a la perra metida en el brasier, entre sus tetas blandas y generosas, para mantenerla calientica. Por las noches la dejaba en la caja de cartón que le había regalado don Jaime, con una botella de agua caliente y la camiseta que había usado ese día para que no extrañara su olor.
La cabaña donde vivían era de madera y estaba en mal estado. Cuando caía una tormenta temblaba con los truenos y se hamacaba con el viento, el agua se metía por las goteras del techo y las rendijas entre las tablas de las paredes, todo se enfriaba y humedecía, y la perra se ponía a chillar. Hacía mucho tiempo que Damaris y Rogelio dormían en cuartos separados, y en esas noches ella se levantaba rápido, antes de que él pudiera decir o hacer algo. Sacaba a la perra de la caja y se quedaba con ella a oscuras, acariciándola, muerta de susto por las explosiones de los rayos y la furia del vendaval, sintiéndose diminuta, más pequeña y menos importante en el mundo que un grano de la arena del mar, hasta que la perra dejaba de chillar.
También la acariciaba de día, por la tarde, luego de que acababa los oficios de la mañana y el almuerzo, y se sentaba en una silla plástica a ver las telenovelas con ella en su regazo. Cuando estaba en la cabaña, Rogelio la veía pasar sus dedos por el lomo de la perra, pero no hacía ni decía nada.
Luzmila sí hizo comentarios el día que vino de visita, y eso que en ningún momento Damaris llevó a la perra entre el brasier sino que la mantuvo en la caja el mayor tiempo que pudo. Luzmila, a diferencia de Rogelio, no les hacía daño a los animales, pero los despreciaba y era el tipo de persona que veía solo lo negativo de las cosas y se mantenía criticando a los demás.
La perra se la pasaba durmiendo. Cuando se despertaba, Damaris le daba de comer y la ponía en el pasto para que hiciera sus necesidades. Durante la visita de Luzmila se despertó dos veces y las dos veces Damaris le dio de comer y la puso en el pasto, que estaba empapado con la lluvia de toda una noche y toda una mañana. Hubiera preferido que Luzmila no la conociera, que ni se enterara de que la tenía, pero no iba a dejar que la perra pasara hambre ni se ensuciara. El cielo y el mar eran una sola mancha gris y la humedad en el aire era tanta que un pescado habría podido seguir viviendo fuera del agua. A Damaris le habría gustado secarle las patas con una toalla y frotarla un poco con sus manos para calentarla antes de devolverla a la caja, pero se contuvo porque Luzmila no paraba de mirarla con malos ojos.
—Vas a matar a ese animal de tanto tocarlo –dijo.
A Damaris le dolió el comentario, pero se quedó callada. No valía la pena ponerse a pelear. Luego Luzmila preguntó con cara de asco cómo se llamaba y Damaris tuvo que decirle que Chirli. Ellas eran primas hermanas y se habían criado juntas desde que nacieron, por lo que sabían todo una de la otra.
¿Chirli como la reina de belleza? –se río Luzmila–, ¿así no era que le ibas a poner a tu hija?
Damaris no había podido tener hijos. Se juntó con Rogelio a los dieciocho y llevaba dos años con él cuando la gente empezó a decirles “¿Para cuándo los bebés?” o “Qui’hubo que se están demorando”. Ellos no estaban haciendo nada para prevenir el embarazo y entonces Damaris comenzó a tomar infusiones de dos hierbas del monte, la María y la Espíritu Santo, que había oído decir que eran muy buenas para la fertilidad.
En esa época vivían en el pueblo, en una pieza alquilada, y ella recogía las hierbas en el acantilado sin pedirles permiso a los dueños de las propiedades. Aunque se sentía un poco deshonesta, consideraba que esas cuestiones eran asunto suyo y de nadie más. Las infusiones las preparaba y tomaba a escondidas, cuando Rogelio salía a pescar o cazar.
Él empezó a sospechar que Damaris andaba en algo y la siguió como a los animales que cazaba, sin que ella se diera cuenta. Cuando él vio las hierbas creyó que eran para hacer brujería, le salió al paso y la enfrentó furioso.
¡¿Para qué es esa mierda? –le dijo–. ¡¿Vos en qué estás?!
Fuentes
Quintana, Pilar (2017). La perra (pp.11-19). Random House Grupo Editorial.