Comienzo de Cuatro años a bordo de mí mismo, Eduardo Zalamea Borda
Ubicación: Mar Caribe zarpando desde Puerto Colombia (Atlántico) hacia La Guajira.
La audacia y el temor juveniles nos dejan ver al comienzo de esta novela a un protagonista que se aventura a vivir en un lugar distante. Cualquier visitante novato de nuestro país notará en dos viajes que hay muchas Colombias por dentro. Este personaje ha viajado de una región andina y urbanizada hacia el Caribe más recóndito. Así como el calor crece y la embarcación se tambalea para marear a sus pasajeros, este personaje no sabe a qué se enfrenta y va y viene en sus pensamientos, renglón tras renglón. Desde su condición de sujeto no-familiar del mar, se ubica, se diferencia, de lo que son los otros. Por eso dice hacia el final del primer episodio (que casi hemos transcrito completo): “Ellos, el capitán, los marineros, los negros, la mulata, están ya acostumbrados a las calmas y al mar. Pero yo no” (p.5).
1. Partida. Iniciación de la línea. Viaje
La noche está sola. Sola como la luz. Abandonada sobre el mundo, extendida sobre muchas ciudades, muchos campos, bosques, islas, mares, aldeas. En la ciudad la acompaña la otra soledad. La de las lucecitas pequeñas de las bombillas eléctricas, la de los cigarrillos taciturnos dormidos en las manos fatigadas de la madrugada. Las lucecillas del cigarro malo del asesino, que se esconde entre su sombra cuando siente pasos cercanos. Pero aquí en Puerto Colombia, está más sola que en todos los lugares del mundo. 3, 1, 7, 13 estrellas vacilantes le hacen desganada compañía. Atrás, allá en el caserío dormido, hay unos pocos resplandores que no alcanzan a equivaler a la luz de una estrella. Nubes bajas, olas sonoras. Olas que juegan con el muelle. El muelle, largo y recto, acariciado por el viento. Viento alegre que no parece viento nocturno sino viento de amanecer. Nubes, olas, viento, estrellas, noche abandonada.
A las 12 han de venir a embarcarme los marineros. Tengo miedo, un miedecillo vago, pequeño, como el miedo que sentía en mi casa cuando era niño y me dejaban solo en la noche para que durmiera. Aquí, como allá entonces, estoy solo y es de noche. ¿Acaso no soy también un poco niño? ¡Qué miedo he tenido! Como ese miedo vago que tuve en el muelle, mientras esperaba a los marineros, creció y se hizo gigantesco, devorador, terrible, cuando llegó el botecillo tambaleante a esperarme debajo de la parte alta del muelle. Donde las olas son más mugidores, más grandes, más marinas, El bote saltaba, nos echaba de un lado a otro, se movía sobre el lomo del mar. Y yo tenía que saltar a bordo. Los marineros me gritaban blasfemias, ajos, se burlaban. Por fin salté… El bote se hundió de popa. Yo pensé que iba a ahogarme y sujeté por el cuello a un negro remero. Me rechazó y caí en el fondo. El bote estaba lleno de agua. Soplaba el viento. ¡Ya estoy a bordo! ¡Seguro! Y me marcho a La Guajira.
Tambalea la goleta. El viento sopla entre las jarcias y en ellas se peina su cabellera rauda y musical. De la popa salen voces y de la proa risas, y risas de la boca del capitán. ¡Oh capitán bueno de la goleta sucia, de la goleta vieja de los comerciantes turcos! Capitán barbudo y risueño que fumabas en tu pipa ¡y siempre estás con ella en mi recuerdo!
Mi camarote, o mejor, mi litera, es sucia, maloliente. En la otra litera hay dos negros que fuman su tabaco. Compañeros de viaje. Tienen unas franelas húmedas de sudor y de agua, porque han estado pescando. La goleta se mueve. Se mueve mucho… Intento fumar y la boca se me llena de un agua lenta, fluida y salada… Desisto. ¡Oh! Pero ¿es en verdad una mujer? ¡Sí, una mujer! Mulata de tez brumosa, que –cuando la miro– se arrebola con grandes nubes grises. ¿Grises? Sí, serán grises…
¿He dormido unas horas? ¿He dormido unos minutos? ¡No lo sé! Oigo la tos del capitán, el ruido del timón que chirría, apartando masas de olas; entra al camarote un fuerte viento perfumado, cálido. Viajamos, viajamos…
Entre la noche, nace un cantar
¡Yo, como no soy valiente,
Pongo trinchera y me tapo;
Porque siempre el hombre guapo
Muere miserablemente…!
Este cantar, de color y de ritmo negros, de sílabas distendidas, fatigadas, rotas; ¡el chas!, de las olas contra los costados del barco, el alegre canto del viento que juguetea con las olas pequeñas, la conservación de los negros –con las eses guillotinadas– que hablan a media voz; la constante y la larga mirada de la mujer mulata, traen –quién sabe de dónde– el hilo del sueño.
Largo tiempo he dormido. Con un sueño pesado, sueño lleno de mujeres mulatas, de indias, de olas y de casas de Bogotá. Nos despierta chiquillo que hace de grumete y de ayudante del cocinero de a bordo. Es un chiquillo rubio; pero no de ese rubio limpio, brillante y cuidado que tienen los niños de las ciudades lejanas. Rubio ceniciento, lleno de mugre, el de este chiquillo que ya tiene, con su cuerpecito débil de doce años, una cara hosca y dura de marinero antiguo.
- Toma café –dice y extiende una tacita.
La concisión de esta frase firme no está de acuerdo con el tambaleo de la tacita esmaltada, llena hasta los bordes de un café claro y malo, hecho a base de panela.
Se oye, en la claridad de la mañana, el chirrido de los palos y el estirarse de las velas anchas con el viento tempranero. El barco ya está despierto. Hay gaviotas y cantan los marineros que están ya en traje de viaje. Con sus rudos pantalones de cotón azul, las franelas a rayas blancas y rojas, descalzos y con fajas deshilachadas.
Mas, apenas ha llegado el Sol, cuando ya las velas empiezan a arrugarse, tristes y a flamear, lentas. Es la calma. Nos esperan quizá muchos días de silencio absoluto, de calor integral de sed, tal vez de hambre. Ya sentimos calor. Un calor pegajoso que nos unta todo el cuerpo como una grasa pesada y molesta. El sol se hace más rubio, más violento, sentimos sed. Hemos de beber el agua que viaja –tranquila, sin cielo– entre los grandes barriles que hay sobre la cubierta. Un agua gruesa, tibia, difícil. Y después de haber bebido, nos sentamos sobre el piso caliente a esperar el viento.
Sobre el mar cae –en grandes ondas– una tranquilidad desesperante. No hay siquiera un pequeño soplo de viento. Fumamos, y al arrojar al mar el cabo del cigarrillo americano –¿por qué fumaremos cigarrillos americanos?– que hace una pequeña serie de círculos concéntricos, nos ponemos a esperar que de esos movimientos íntimos del agua callada, nazca el viento esperado. El viento fresco, salino, aromado de lejanía, que ha de llevarnos a nuestro destino. Pero no. El viento no vendrá. ¿Por qué estamos aquí, en el centro de este terrible círculo de agua y aire, eterno, cercano, infinito y distante? Olas leves ondulan la superficie verde. Olas niñas, olas juveniles. Comienza ya a mordernos el tedio con sus engranajes aplastantes. ¡Nos sentimos tan solos individualmente, a pesar de que estamos rodeados de nuestras mutuas miradas! La desesperación nos hace lentos los movimientos y obliga a nuestras bocas a morder la carne elástica de los bostezos. Los ojos de la mulata son, cada vez que me mira, más lánguidos, más de verdadero terciopelo.
El capitán mira al mar. Un mar tan claro, tan diáfano como una sucesión infinita de frágiles placas de vidrio, y ve los pargos rojos que muestran en el fondo sus ojos burlones y acuosos.
- ¡Vamos, muchachos –dice–, a pescar pargos!
- Pero, ¡sudaremos más…!
- ¡No importa!
Y nos dedicamos todos a echar el anzuelo, tediosos, cansados, sin la esperanza de que llegue el viento. El capitán sonríe y los marineros hacen chistes malos sobre el tedio, el sudor y el cansancio. Los odio. Sobre todo, a este negro hipócrita que me rechazó cuando embarqué en el bote y que ahora sonríe, fumando su cachimba, mientras tiene entre las manos caratosas el hilo del anzuelo. Ellos, el capitán, los marineros, los negros, la mulata, están ya acostumbrados a las calmas y al mar. Pero yo no. Ellos han visto pasar la vida entre el mar, el viento y la calma. Yo nací en una ciudad fría y distante. En una ciudad que se consume entre el abrazo ciclópeo de cordilleras verdes y frescas; sobre todo frescas. ¿Por qué no nacería en el mar? ¿En este mar verde, lleno de buques, de olas y de gaviotas? Pero no. Mejor es haber nacido allá, porque ahora tengo siquiera el recuerdo de la frescura. También la piel tiene memoria –memoria táctil– y guarda el recuerdo de las temperaturas.
Fuentes
Zalamea Borda, Eduardo (1996).Cuatro años a bordo de mí mismo. Fragmento del primer capítulo (pp.1-5). Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República.